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Del himno del Colegio siempre me había llamado la atención
justamente estos adjetivos: el de la alegría y el de la pureza. La letra del himno, al situar a los dos
adjetivos uno encadenado al otro le daba una cierta unicidad, un sentido de
sinónimo. Ser alegre era ser puro, por lo tanto la pureza parecía una condición
constitutiva de la alegría.
¿A qué viene todo esto? A que ayer recibí el flayer con la
invitación al asado anual del Colegio San José, evento que cuando comenzó a realizarse
hace algo así como diez años o un poco más, cuando tomó el título de asado del "reencuentro".
Nunca mejor esa palabra: con un siglo de vida encima, el Colegio nunca había
construido esa nueva instancia, tan en sintonía con una de las tentaciones
mortales de la época: la nostalgia.
Porque, ¿para qué uno se reencuentra? No es, en principio, para
absorber la inquietante visión que produjo el estrago del tiempo en aquel
antiguo compañero de la secundaria. Ese efecto es inverso y unánime. A todos
nos pasó por arriba el almanaque. De modo que ese segundo correlato del
encuentro -la verificación de nuestra irreparable decadencia- no era el motor
del evento. El motor era, claro está, volver a vernos.
Esta certidumbre implica una nueva pregunta: ¿para qué? Lo que
llevaría una repregunta inmediata: ¿hay un para qué? Tantas cosas en esta vida
tienen un para qué. Por ejemplo, para qué ahorramos (los que pueden hacerlo); o
para qué queremos llegar a tal cual o cuál lugar; o para qué queremos pertenecer
a determinado ámbito o rodearnos de cierta gente, o dejar de rodearnos si la
cosa viniera por ese lado.
Un reencuentro, cuando ya se ha realizado, con singular éxito, por
otra parte, ya cumplió su objetivo de máxima: volver a vernos. Todos recordamos
aquel primer asado, y los que vinieron luego, ya en la categoría anual, con el entusiasmo algo menguado,
porque la novedad de volver a vernos ya había dejado de ser novedad. Se constituía,
entonces, en una liturgia de esas que se cumplen una vez al año.
Pero todos sabemos, fundamentalmente, lo que no volverá a ocurrir
en ningún otro asado del Colegio: hay que caras que ya no están. Caras que
estaban hace diez, doce años, cuando los ex alumnos del centro de estudiantes
decidió que ya era hora de sacarle brillo al capital más intangible de la
Institución: su formidable sentido de la identidad. Nadie que haya pasado por
sus aulas, nadie que haya caminado por las baldosas de sus patios, nadie que
hay vivido un día del estudiante en torno a la laguna de la Quinta San Gabriel (por
todos nosotros llamada como la quinta de los curas), nadie puede negar eso que
también nos une, a pesar de que muchos de nosotros, porque así es la cosa, ya
no tengamos nada que ver, ni nada que compartir en términos de vivencia, porque
la vida hizo lo suyo y cada uno agarró el camino que agarró, las ideas que
aprehendió, y se hizo de una cosmovisión del mundo que tal vez poco y nada
tiene que ver con aquellas mañanas y aquellas tardes (el Colegio del doble
turno) que pasamos hace cuarenta, cincuenta años a lado de nuestros compañeros.
Se sabe que hoy no somos ni jóvenes, ni alegres ni puros. Estamos un poco a contramano del himno que cantamos con tanta devoción, como un rito de pertenencia, en el tiempo de las flores eternas, cuando no podíamos imaginar que un día la laguna se iba a secar (o la iban a secar a propósito para prevenir tragedias de ahogamiento), y que una década después del reencuentro, del primer asado, tan mágico, tan inolvidable, con el legendario Sifón importado de un convento de Córdoba, de cuerpo presente con un su nariz imponente y su mirada lívida, aquellos compañeros que habían soñado con ese día hoy ya no están. Ni Gustavo, ni Alejandro, ni Pedro Lauro, ni tantos otros.
Entonces si ya nada es igual, incluso si todo está un poco peor, ¿a qué iremos el 10 de diciembre? Eso me preguntó hoy un ex compañero. Le dije lo que me parecía: que iremos, los que quieran, a celebrar al dos menos dos cuestiones. Una, que estamos vivos; la otra, que honramos la memoria de los que se fueron sintiéndolos más que nunca al lado nuestro, entre el humo de los asadores, las voces de la melancolía, los relatos de aquellos años que volverán a contarse una y otra vez como si fuera la primera vez, como la trama de una historia circular, infinita, inabarcable. Como cuando éramos jóvenes, alegres y puros, y nadie faltaba en torno a la mesa.
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