Historias VOLVER
A Daniel Augusto, in memoriam.
¿En qué momento el fuego sagrado se convierte en cenizas de una pasión sepultada? Se cree que es una cuestión de tiempos biológicos. De ahí el chiste que ubica a la ideología como un fenómeno inversamente proporcional a la edad: es decir que a mayor edad, menor rebeldía. Por eso se postula que a los 20 años el hombre es comunista; a los 30 se casa y su obsesión se traslada a la compra de la yogurtera; a los 40 le entra el miedo a la pérdida (de la yogurtera) y se convierte en conservador; y a los 50 acepta que es infinitamente menos trabajoso sentarse el domingo en torno al Dique que salir a emular al Che Guevara.
Recuerdo un reportaje que cierta vez le hicieron a Julio Varela Alí donde declaró que en la víspera de su día de gloria, o sea su primer día de trabajo en el diario Nueva Era, estuvo toda la noche sentado en un banco de la plaza frente al vespertino. La ansiedad lo había desbordado. Era poco más que un adolescente y para él las puertas de Nueva Era eran como la entrada al New York Times. A todos nos ha pasado lo mismo. Después los demonios de lo cotidiano se encargan de domesticarnos. La invocación de Nueva Era es una asociación de la mente del escribidor frente al relato que sigue. Pues fue en ese diario donde ocurrió la historia en cuestión, aunque bien podría haber sucedido en cualquiera de los otros diarios como Actividades o El Eco que tenían a la pizarra en el centro de la atracción vecinal.
Aquella mañana del '60 el joven cronista Daniel Augusto, amargado, salió del diario en busca del kiosco de Doña Estrella Pavioni. No se resignaba a pagar ese impuesto abominable conocido como Derecho de Piso y su trabajo en la empresa se reducía a consumar una ceremonia que el Director ordenaba con fe religiosa: la escritura de la pizarra. Entonces había pocas maneras de informarse: el diario, con el complemento gratuito de la pizarra, era una de ellas. Hacerla requería de una buena caligrafía al mando de la tiza y el aprendiz se las rebuscaba para resistir el trance de todo recién llegado al oficio. En el kiosco el cronista se enteró por boca de doña Estrella que había ocurrido un suceso conmocionante más allá de la ciudad: un choque entre un tren y un camión en Plaza Montero, páramo ubicado pasando De la Canal. El pulso se le aceleró. Tenía veinte años y el fuego sagrado por el cual uno elige este oficio: la determinación irrevocable de volver al diario con la nota.
Entonces se fue caminando hasta la estación del ferrocarril en busca de alguien que lo llevara hasta el epicentro de la noticia: la desértica y desconocida Plaza Montero. La fortuna estaba de su lado. Apenas llegó lo levantó un convoy de carga que iba para Las Flores. El maquinista, un tipo que se pasaría todo el viaje cantando la marcha peronista, le dijo que se acomodara al lado de la caldera, de modo que cuando arribó a Montero nuestro periodista estaba refritado por la combustión y entintado en carbón desde las cejas hasta los callos plantales. En Plaza Montero se tuvo que tirar de la locomotora en marcha y caminar tres kilómetros entre los cardales hasta que dio con lo único que le importaba: el camión partido al medio y el tren de carga descarrilado. Habló con los protagonistas del choque y luego se preguntó cómo hacer para que los datos llegaran al diario: entonces no existía el handy ni el celular, y la única chance que le quedaba era esperar que el ferroviario peroncho volviera de Las Flores.
Estuvo dos horas parado en la vía bajo el rayo del sol y cuando ya había perdido las esperanzas avistó una columna de humo renegrido en la última línea del horizonte. Entonces apareció la locomotora de su salvación. Esta vez el regreso lo hizo amasijado en un vagón con la compañía de cinco vacas trémulas, que del horror ante la sospecha del matadero se le desgraciaron impúdicamente, de modo que cuando Augusto llegó a Tandil ya podría haber solicitado trabajo en el atmosférico La Vencedora del amigo Daniel Estévez.
Temiendo que la competencia le ganara de mano fue corriendo desde la estación de tren hasta Nueva Era, y cuando entró a la redacción sus compañeros registraron la aparición de una criatura fantasmagórica apestando a carbón y excremento vacuno. Sentado a la máquina de escribir nuestro hombre narró las peripecias del choque en Plaza Montero que a la tarde ganaría la tapa del diario.
Al otro día, ya bañado y repuesto, Daniel Augusto llegó al vespertino bien temprano a la espera del premio por la tarea cumplida. Lo recibió el Director, lo hizo pasar a su despacho y cuando el cronista miró al frente escuchó de boca de la máxima autoridad del diario eso que jamás habría de olvidar.
-Tengo un reto para hacerte -reprochó severo Aníbal Filippini-. Ayer te me olvidaste de hacer la pizarra ¿eh? Que no vuelva a pasar -le dijo y ahí nomás dio por terminada la conversación.
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