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En 1977 había llegado a la ciudad un diario de última tecnología con toda la intención de comerse a los chicos crudos. Se llamó El País y el Mundo, se imprimía en offset y tenía como jefe de redacción al periodista Carlos Alfaro. Yo andaba por los 16 años y estaba haciendo mis primeras cosas en el periodismo.
Esa mañana -un sábado-, Alfarito me dijo que Carlitos Balá estaba en Tandil, pues a la tarde daría su show en un club (no recuerdo si el Santamarina o el Independiente) y que yo tenía que hacerle una entrevista. Balá, me dijo, estaba alojado en el Hostal de la Sierra, el mismo hotel donde pocos años después yo había emboscado a Julio Iglesias, la noche que me subió al Mercedes Benz y salió para Mar del Plata, dejándome en mitad de la ruta una vez terminada la entrevista. El Hostal, entonces, era un hotel que me traía toda la suerte que un primerizo merece.
En la media mañana del sábado llegué el Hostal, pregunté por Carlitos y luego de un rato me hicieron pasar a su habitación. Era una especie de suite, grande, luminosa. Debería ser la mejor habitación del hotel. Carlitos salió de la nada (tal vez del baño) envuelto en una bata blanca, me miró a los ojos, franco, sonriente, y me dijo:
-¿Cómo te llamás? ¿Sos árabe?
Le dije mi nombre y no me llamó mucho la atención que adivinara mi raza. Los ostensibles rasgos de un árabe impiden que lo confundan con un dinamarqués.
-Hijo de árabes -corregí.
-¡Claro! ¡Somos paisanos! -dijo.
Ni tenía ese dato y él advirtió mi sorpresa.
-Me llamo Carlos Balaá... descendientes de libaneses, che -aclaró.
Me senté en el borde de una cama mientras esperaba el momento -y el lugar- donde comenzar la entrevista. Ya tenía lo más importante: al personaje frente a mí, dispuesto a la charla.
Pero de golpe Balá lanzó otra pregunta inesperada:
-¿Tu padre cocina kebbe?
Le dije que sí, tras lo cual Balá buscó un espejo y empezó a cepillarse el flequillo. Concentrado en la tarea lo oí decir que hacía mucho que no comía ese verdadero manjar de los árabes,
-¿Tu padre me haría un kebbe para mí? Puedo ir a comer a tu casa mañana y ahí me hacés la entrevista.
Y dicho y hecho. Le dejé la dirección y a las doce en punto del domingo se escuchó el timbre: ¡Ta Ta Ra Ra Ta... ¡Tá Tá!. Carlitos Balá acompañado de su esposa comenzó a subir las escaleras de Constitución 528. En la casa de mis padres había una cocina comedor y un comedor grande, con una larga mesa de madera y vidrio, destinado a las visitas. Ahí comimos. Todos estábamos en el borde de la emoción: teníamos ahí, en vivo y en directo, al ídolo de nuestra infancia , como si hubiera salido de la caja del televisor Panoramic blanco y negro,
Lo que siguió fue algo inolvidable. Una versión despojada del hombre que esa altura tenía 51 años y ya era poco menos que una leyenda viviente. Cuando Simón El Hage trajo la enorme fuente de keppe, humeante, del horno a la mesa, a Balá le brillaron los ojos. Luego, entre bocado y bocado habló y dijo que era muy difícil ganarse la vida con el humor, con el arte, con el teatro. "Vos deberías seguir estudiando", me dijo. Contó que era muy sacrificado vivir del espectáculo, que toda su familia lo apoyaba y trabajaba con él, que llevaban adelante como una suerte de empresa familiar.
Durante la comida no se sacó una gran bufanda blanca que llevaba enrollada al cuello porque, dijo, tenía que cuidar la garganta y por eso también tenía que hablar muy poco.
Después del manjar del kebbe, mi padre lo llevó en el Valiant a que conociera el Parque Independencia. Quedó encantado con la vista de la ciudad y cuando bajamos volvió a insistir (porque yo a esa edad quería ser artista) en que estudiara, que me formara para ganarme la vida, que él había tenido mucha suerte, pero su trabajo era muy sacrificado. Todo el tiempo puso en valor a su mujer y a su familia, a quien le debía haber llegado a donde llegó.
Ahora, tanto tiempo después, lo recuerdo así, sentado a la cabecera de la mesa, con una expresión melancólica, contando de la dureza de la vida del artista, de los miles de chupetes que coleccionaba, y del acto estético y catártico del personaje que iluminó nuestra infancia:
-Me cepillo el flequillo cien veces en el día durante 3 veces por día -dijo.
Gracias totales, Carlitos.
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