Historias VOLVER
Un par de horas después de la explosión en la esquina de
Brasil y Serrano, el lector Cristian
Romeo me mandó un mensaje privado al correo de este sitio web. Acá está la
historia.
Antes de que levantaran el
edificio que se conmovió con el nocturnal estallido, ahí había una casa, una modesta
casa de cuando la Avenida Brasil devenía en un hilo de pavimento pedregoso cuya
última frontera era el cementerio municipal. Nadie podía imaginar, por
entonces, que la calle se habría de convertir en el Puerto Madero de la topetitud
local, con un emergente centro comercial y un desarrollo edilicio de alta gama,
digamos, a partir del crecimiento de la ciudad desde fines del siglo XX para
acá y que vio nacer, primero con cierto estupor, el primer country de la ciudad,
y luego todo lo que llegaría después. Pero en sus ya lejanos orígenes, la
Avenida Brasil presentaba sólo tres cuestiones más o menos visibles: la
estación de servicio de Santillán,
el rancho de la curandera y vidente Asiba
Danesmur y el negocio Aurolimp que Mario
Basso le compró a un tipo que se había enamorado de una mujer que se
llamaba Aurora y que se lo vendió
con la promesa de que jamás le iba a cambiar el nombre, a metros del punto
final del camposanto donde literalmente terminaba todo. Una leyenda urbana muy
de la década del 70 daba cuenta de que los pecadores maritales con recaudos, en
su derrotero con la amante hasta el Hotel California, evitaban tomar por la penumbra
desolada de Brasil (cuyo nombre original había sido el de Vargas), y daban toda
la vuelta cruzando Falucho y la ruta 226 hasta El Paraíso, porque le tenían un
verdadero terror al ojo clínico de la vidente Asiba, portadora de la data de
todas las infidelidades que podía capturar desde la ventana de su rancho, a
metros donde actualmente se levanta el centro comercial Q'tupé.
Lo cierto es que en esa casa de Brasil y Serrano vivía un
hombre que era descendiente de vascos, un tipo de corazón noble y sangre
caliente, al que yo, sin tener la menor idea de quien se trataba, hace veinte
años bauticé con el apodo de Kid
Perdigón, en razón de una anécdota que según parece le clavó el seudónimo
hasta la posteridad.
¿Quién era Kid Perdigón? ¿Quién era ese hombre que vivía en
la vieja casa ubicada exactamente en Brasil 285, ese vértice que anoche voló en
miles de partículas por el aire e hizo temblar la tierra, de tal modo que el
sacudón de la onda expansiva terminó de rebotar en el Campus Universitario? Ese
hombre se llamaba Luis Alberto Caballero y
él también, como en una suerte de simetría en retrospectiva que debiera
convocar al asombro, vivió entre estallidos y explosiones. Las de su temible
carabina con que espantaba a turistas, nativos y curiosos, y las del lugar
donde trabajaba y que cuidaba como si fuera el mismísimo paraíso: la cantera
Carba y, por ende, los barrenos que hacían explotar demoliendo las antiguas
sierras. Caballero era un centinela incorruptible, para eso se le pagaba el
sueldo, y en ese rol que cumplía con altísima eficiencia un día se convirtió
famosamente en Kid Perdigón: fue cuando el cabalgatero Gabriel Barleta, que andaba paseando a unas turistas alemanas por
las sierras, se le ocurrió que podía entrar a Carba como si fuera su casa, con
el fin de llevarlas a conocer el mito trucho más taquillero: el Pozo de las
Ánimas. Kid Perdigón le salió al cruce y caballo contra caballo se produjo un
diálogo muy áspero. Barleta, para ser literal con la expresión que dio por
terminada la "charla", soltó un exabrupto coloquial: "Ma sí, chúpame un huevo", le dijo y se fue. A lo que Kid Perdigón,
completamente desinteresado en los genitales del cabalgatero, enfocó junto a la
Señora Perdigonada y su hijo Perdigonazo la AM-PM de El Paraíso donde Barleta
estaba con sus clientas tomando un aperitivo. Conclusión: Kid Perdigón lo molió
a trompadas delante de las despavoridas alemanas, historia que luego
conté en la contratapa del diario El Eco,
donde yo escribía por entonces.
Nunca pude imaginar aquel día que veinte años después, tras
la explosión, a las dos de la mañana, me iba a llegar el mensaje de Cristian Romeo,
nieto del personaje de esta historia, y que vivió toda su infancia en esa casa.
Traía el mensaje la otra historia de Kid Perdigón. Dirigente y fanático del
club Ramón Santamarina, el hombre había asistido, en los 90, a la quiebra fatal
del club. Con el alma rota por el descalabro de una dirigencia patética,
Caballero vendió las tres cuartas partes de la propiedad de Brasil y Serrano
para comprar todos los trofeos del club en el remate judicial, más los dos
arcos del estadio Francisco Fiego, y luego donarlos al renacido Deportivo
Santamarina. Tras la venta de la casa se quedó viviendo en un galpón del fondo
del inmueble, cuando ya sus servicios como Kid Perdigón empezaban a languidecer
pues, como se sabe, la promulgación de la Ley de Paisaje Protegido le impidió a
Carba seguir destrozando las sierras con sus barrenos.
Sin el eco de aquellas terribles explosiones que hacían
temblar la ciudad, o de la indómita carabina con que tiraba al aire para
espantar a los intrusos que pretendían entrar a la cantera, Kid Perdigón,
perdón, Luis Caballero murió en 2004. La propiedad de Brasil y Serrano se
vendió íntegramente y, como era de imaginar, allí con el tiempo se levantó un
edificio provisto de un local comercial, el que alquiló la empresa Requeterico para
abrir su tercera sucursal en la ciudad. Es cierto que lo ocurrido fue una calamidad
que además produce tristeza, pero hay que agradecerle a la suerte que la
voladura sucedió a la medianoche, evitando un drama mayor y posiblemente
irreparable. Y un dato más. Dicen los
que saben que ese edificio que anoche tembló tras la explosión es propiedad del
tenista Juan Martín del Potro, quien
-para seguir con la metáfora dinamitera- viene lidiando en silencio con un
artefacto de alto riesgo: la bomba atómica que le dejó su padre antes de morir,
tras una muy infortunada gestión comercial de sus finanzas donde se le volaron
algo así como cuarenta millones de pelotitas otrora ganadas por La Torre de
Tandil.
El pasado es un misterio. Siempre se las ingenia para volver, con una mueca irónica, como la cifra de un destino ineluctable. La explosión que anoche colmó de estupor a la ciudad tenía otra historia agazapada entre las sombras del ayer, y que -sigilosa en la emboscada crepuscular- nos volvió a demostrar una vez más que en los pueblos de provincia, los que aún no han perdido el alma de las cosas, la vida es una película en continuado donde todo tiene que ver con todo.
Fotografía: gentileza Isabel Subirá.
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