Historias VOLVER
A veces me ocurre y en los lugares más impensados que
alguien recuerda una historia que escribí y que generalmente olvidé. A veces
también ocurre que la historia se vuelve a presentar a sí misma, en un reclamo
para que vuelva a ser contada. Esto me pasó hace muy poco en un sitio pródigo
de historias, biografías que concluyen y asisten a su último rito social: un
velorio. En efecto, en medio del velorio de un amigo, un hombre mayor se acercó
y me dijo al oído: "¿Me podría contar la historia del elefante?". Le dije que
ese no era el mejor lugar, a lo que el hombre respondió: "Usted no sabe lo que
nos reíamos con mi amigo cuando nos acordábamos de esa historia. No lo haga por
mí, si no quiere. Hágalo por él", me dijo y señaló de reojo el ataúd. Quiero
mucho a esta historia que hace veintidós años me contó, en su casa, el propio
protagonista del episodio, de modo que la volví a contar así, oralmente,
palabra por palabra, como si fuera la primera vez.
EL ELEFANTE
Aquella jornada de enero de 1961, a las 3 y media de
la mañana, el vecino Carlos Pascual Arellano se despertó inquieto, con un mal
presagio en la cabeza. Estaba soñando que un ladrón se le metía en la casa
cuando escuchó el ruido en el porche. Nuestro personaje vivía en su chalé
recién construido de la Avenida Avellaneda, entre Alsina y 4 de Abril, y en ese
entonces la zona era poco más que un páramo: en la esquina, titilante y casi
mortuorio, un foco huérfano dejaba caer una luz pálida sobre la calle. Había
apenas tres o cuatro casas en toda la cuadra; al fondo aparecía, como un
descampado lóbrego, el Cerrito; al frente, la sinuosa avenida que a esa hora se
convertía en una boca de lobo establecida en los arrabales últimos de la aldea.
El bancario se despertó sobresaltado. Su esposa dormía
y afuera, en la ventana del dormitorio, el ruido persistía. Encendió la luz del
velador y se acercó a la ventana. Pensó: "Si levanto la persiana de golpe el
chorro se asustará y saldrá corriendo". Eso hizo. Levantó la persiana de un
tirón y descorrió la cortina. Entonces lo vio. Lo primero que atinó a hacer fue
mirar el crucifijo de la cabecera de la cama. "Jesús, decime que no enloquecí",
rogó. Luego se pellizcó los párpados y dijo en voz baja, como para sí mismo.
-Oia, hay un elefante en el porche.
Descorrió del todo la cortina para ganar en visión y
lo vio en toda su más fantasmagórica dimensión. Ahí estaba, enorme, como una
sombra velada tras la penumbra, moviendo la trompa sin parar, el elefante más
grande que había visto en su vida (aunque, en rigor, nunca había visto un
elefante en vivo y en directo). Arellano se sentó, se acercó a su esposa y le
susurró, suave, con ese tono apacible que lo caracteriza, la novedad de la
noche:
-Elvira, despertate que tenemos un elefante en casa.
Su esposa abrió un solo ojo y le dijo:
-Querido, por qué no te dejás de joder y te acostás.
El bancario volvió a insistir, esta vez imprimiéndole
a sus palabras un toque de alerta. Cuando Elvira registró el rostro grave de su
marido gritó:
-¡Avisá ya mismo a la policía!
En ese instante reparó que el teléfono más cerca lo
tenía en la estación de servicio de Felipe Picabea que estaba en Santamarina y
Avellaneda. Asustado, abrió la puerta del chalé y vio que el elefante se estaba
devorando los malvones del porche. Entonces ganó la calle y así como estaba, en
piyama y pantuflas, empezó a correr y cuando llegó a la esquina vio venir a un
vecino en bicicleta por el medio de la avenida. De la desesperación le gritó lo
primero que le vino a la mente.
-¡Socorro, señor! ¡Avise a la comisaría que tengo un
elefante en casa!
El tipo lo miró como si estuviera viendo a un demente.
Sin dejar de pedalear soltó el alarido que retumbó en medio de la noche:
-¡Andate a domir, borracho pelotudo!
Arellano llegó a la YPF con el Jesús en la boca. Entró
y vio al encargado dormitando sobre el mostrador.
-¡Déme el teléfono que tengo un elefante a punto de
tirarme la casa abajo!
Entonces del baño de la estación salió un tipo vestido
con un traje fosforescente.
-¡Es Quina, mi elefanta! -dijo-: ¿Dónde está?
Era el domador de un circo recién llegado al pueblo. El animal, atacado por la sed, se le había escapado hacía un par de horas. Salieron de la YPF y en menos de cinco minutos llegaron al chalé que tenía todas las luces encendidas y una mujer desesperada en su interior rogando para que la bestia no encarara contra la puerta de entrada.
El domador sacó una varilla y acarició la pierna de la elefanta. Quina se puso a jugar con el hombre hasta que de golpe torció la trompa y encaró por el jardín del chalé a todo galope. Llegó hasta el fondo y de un sorbo ¡se tomó toda el agua de la pileta Pelopincho! Luego agarró el bollo de lona que quedaba de la pileta y lo revoleó por el aire. Con la sed más calmada Quina se dejó llevar por el domador hasta el circo que se acababa de aposentar en la última frontera de la calle Bolívar. Carlos Pascual Arellano y su esposa, aunque lo intentaron, no pudieron volver a dormir. Y la historia con los años trascendería famosamente su mito provinciano hasta llegar a las páginas de La Nación, la madrugada que una elefanta sedienta se apareció en la puerta del chalé de uno de los tipos más queridos del pueblo.
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