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El fantasma de la Curva de la Muerte

Un lector que ya anda por arriba de los setenta pirulos me pregunta algo inconcebible. Está bien que uno, por su oficio, conozca algunas cosas de la historia de este pueblito, pero su pregunta -y se lo digo bien, con el énfasis propio de la sorpresa- es inaudita. El tipo, de gorra y bastón, me ha preguntado quien apodó a la desaparecida Curva de la Muerte como Curva de la Muerte.

¿Y yo como puedo saber eso? Eso le digo después del shock inicial, después de categorizar de inaudita su pregunta. En ese momento estamos en la sala de espera de un consultorio médico. No estamos solos. Tres mujeres y un adolescente también ven cómo se les escapa de entre las manos ese tiempo muerto que -al igual que las colas de los bancos- nadie devuelve, pero cada uno está absorto, como desconectado del mundo, en su propio celular.

-Bueno, no se ponga así. Se lo pregunté de buena fe -me dice, sonriendo.

-Es que intento que usted comprenda algo básico. Nadie puede saber algo así, porque hay algo que se llama tradición oral. Por esa suerte de transmisión empírica usted se enteró de la Curva de la Muerte, de su existencia, de su historia cargada, está claro, de tragedia. Y de su nombre. Si la llamaron así es por algo, ¿no?

-Lógicamente, por todos los que se hicieron pomada al doblar, o al pretender doblar.

-Exacto. Por lo tanto reitero: ¿cómo puedo saber yo quién le dio tal nomenclatura a la curva? Seguramente alguien, cualquiera, un vecino de los tantos, la llamó así por primera vez, como al Loco Gatti alguien le dijo "Loco", o al Pato Fillol, ya que estamos hablando de arqueros, "Pato"... y luego el resto tomó esa forma de nominación como propia. Son usos verbales del habla popular, digamos.

-No es lo mismo. Los arqueros son personas reales. La Curva de la Muerte era un asunto vial, como un lomo de burro o un puente.

-¿Y qué? El apodo funciona así, mi estimado. Cosas, personas, hechos, acontecimientos. Por ejemplo "La noche de los bastones largos" define un hecho político, ¿o no?

-Mucho de historia no sé, le confieso.

Intento controlarme, en el preciso momento que una de las mujeres pregunta con aire confuso:

-¿Dónde estaba la Curva de la Muerte?

Es evidente, ante semejante pregunta, que la señora no nació en la ciudad, que forma parte de los miles de migrantes que se fueron instalando a partir de la llegada del siglo XXI.

-Estaba ubicada a mitad de camino entre el cementerio municipal y el cabaré Los Laureles -le informa el tipo.

Dicho esto, como un buen vecino que estuviera orientando a un turista, ofrece algunos detalles del cambio de la topografía.

-Ahora es un cruce con el semáforo más largo del mundo. Y hay un pequeño centro comercial. Un hecho completamente impensado cuarenta años atrás donde toda esa zona era prácticamente un descampado. La curva era muy jodida, a noventa grados, bien cerrada. No sabemos tampoco cuál fue el genio que se le ocurrió hacerla. Le habían puesto un guardarrail. Es un caso más o menos parecido a la rotonda de la 226, la que va al Campus, donde se la ponen los camiones con acoplado. Es una rotonda mal hecha. Perdóneme pero yo ahí no le creo eso que usted dice que los camiones vuelcan por el influjo de una leyenda mortuoria, o algo por el estilo. Esa rotonda parece que fue dibujada por mi nieto.

-Mitad y mitad. Mal hecha, es cierto, pero lo de la leyenda es verosímil. Aun no pude contarla por respeto a los deudos de la autora involuntaria de la leyenda.

-Bueno, ¿ve? Ni siquiera leyenda tenía la Curva de la Muerte, ni eso tenía...

Me llama la atención que el hombre siga hablando de lo mismo, de la bendita curva, mientras el resto de los presentes de la sala de espera sigue con la vista enterrada en el celular, ese sublimador de angustias. Le pregunto de dónde le viene tamaña curiosidad.

-De la noche del 22 de agosto de 1979. Íbamos en el Falcon con un amigo para el casino a Mar del Plata. Salimos por el lado del Golf, hacia el Paraíso. Y me tragué la curva por la niebla, supongo. Nos salvamos de casualidad.

-Ah, bueno, la curiosidad digamos que tenía un sentido.

-Claro, mi estimado. Pero a la mayoría de la gente no le importan las tradiciones. Usted sabe que hay una tradición rutera que dice que donde uno se pegó un piñazo con el auto, en ese mismo lugar, cuando se vuelve a pasar hay que bajarse y echarse un cloro.

-Sí, orinar sobre el lugar donde pudo haber dejado su vida.

-Bueno, eso hice hace un par de meses. Pasé por la ya perdida Curva de la Muerte y paré. El lugar, como todo Tandil, está muy urbanizado, es cierto, pero tradiciones son tradiciones. Así que paré antes del semáforo, tiré el auto en la banquina y detrás del refugio del colectivo que está sobre Arztegui hice el pis de rigor. También me santigué.

En ese momento todas las cabezas se levantan de las pantallas de los celulares y miran al hombre con extrañeza, como si hubiera dicho una simpática blasfemia.

-El problema es que había una señora dentro del refugio. Yo más vale que no la había visto. Y la mujer empezó a los gritos. Salió disparada diciendo que había un degenerado, un sátiro mostrando el pitilín... ¿Se da cuenta? ¡No hay respeto por las tradiciones!

El hombre se ríe de su propia ocurrencia, pero nadie dice nada. Todo el mundo vuelve su pulsión al celular hasta que de golpe se abre la puerta del consultorio y el médico dice un apellido y el apellido se levanta llevando el fantasma de la exCurva de la Muerte, como si realmente fuera un fantasma de otro mundo, de una civilización perdida, o como diría Truman Capote, de otras voces y otros ámbitos.

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