Fue Justiniano Reyes Dávila el más grande humorista del sarcasmo inteligente que tuvo la aldea y el más formidable vendedor de libros que se conozca. Su vida es en sí misma una poderosa anécdota. Llegó a Tandil durante la jornada en que se fundó nuestro género literario conocido como el absurdo mágico serrano: el 23 de mayo de 1960, día en que los cultores de la historia oficial repatriaron los restos del coronel Benito Machado. Fue una ceremonia que se anticipó a la que el menemismo haría con el ilustre cadáver de Rosas treinta años después. Pero doblemente absurda. Porque los amanuenses de la historia oficial depositaron el desvencijado ataúd en la Plaza Independencia, y ahí nomás rodearon el féretro con el fogón de los asadores y las damajuanas de vino y a la medianoche procedieron a ejecutar la Retreta del Desierto en medio del finado célebre y los chinchulines humeantes.
Cuando atisbó esta escena fellinesca, Reyes Dávila, en la puerta del Ideal, le dijo al Turco Pedro: "De este pueblo no me voy más". Y cumplió. Se quedó entre nosotros a cultivar el ritual de la amistad, sus citas memorables ("¡Qué grandes son los enanos!") y la resistencia a la nada en los recitados de la obra de García Lorca, logrando combinar de manera mágica y explosiva el histrionismo de la verdulera de Tatán Corrado con la poética del fusilado poeta español.
También supo recorrer la provincia a bordo de su cupé
Torino. Entraba a las estancias cargado de enciclopedias y atacaba con un argumento
de venta mortífero. Le decía al paisano: "Compre
esta enciclopedia, hombre, ¿o quiere que su hijo sea tan bruto como usted?".
Usaba un tono ambiguo -con la ironía punzante y el aire entre burlón y áspero-,
y los iniciados nunca sabían cuándo estaba hablando en serio y cuándo en joda.
Fue el gran burlador ideológico de una cosmogonía
provinciana que alguna vez Einstein supo encerrar en una frase magistral: Siempre será más fácil desintegrar un átomo
que un prejuicio. Una noche lo invitaron a dar un monólogo en un congreso
de humoristas, gente experta en la materia, y deslumbró al escritor Jorge Asís,
quien le dedicó una columna entera en sus aguafuertes porteñas que publicaba en
Clarín bajo el seudónimo de Oberdán Rocamora. El gordo supo presentarse de esta
manera: "Yo vengo de un pueblo donde hay
tanta ansiedad que una vez, para una celebración, prendieron los fuegos
artificiales al mediodía". Y cargaba las tintas: "Un pueblo donde hay gente tan bruta que cree que la prenda agraria es
la novia del gaucho. Un pueblo donde sus fuerzas vivas nunca trabajaron, por lo
tanto son los más vivos de todos". Y coronó la introducción con un
bocadillo sulfuroso y fulminante dedicado a la pequeña burguesía local: "Vengo de un pueblo donde hay gente que se
pone cinco apellidos para ver si emboca cuál es el del padre".
Se le atribuyen centenares de anécdotas. En su último tiempo
supo rodearse de médicos amigos para sus múltiples dolencias. Una tarde lo
internaron en la Clínica Chacabuco con la misión de hacerle bajar de peso y
atenuarle sus crónicos problemas renales. Diez días después de la internación
no habían logrado que bajara un solo gramo. "Dios debe ser gordo", postulaba Reyes Dávila, acudiendo a la
metafísica antidiet. Cierta madrugada, el urólogo Héctor Creparula se le
apareció de súbito en la habitación y lo encontró sentado en la cama
devorándose un truculento pollo al spiedo. A su lado estaba su secretario, un
sosías que le había camuflado el manjar envuelto en una bata de baño. Al verse
descubierto el gordo se entregó: "Está
bien, leeme mis derechos", dijo, frase que sería tan recordada como su
excelsa definición sobre los rigores del dolor. "Está científicamente
comprobado lo fácil que se tolera el dolor ajeno". Semejante genialidad nos
acerca al sublime aforismo de Ambrose Bierce, quien escribió: Dolor: estado de
ánimo ingrato causado por la felicidad ajena. (¡Ja).
Justiniano Reyes Dávila le hacía honor a sus ancestros judíos. Aún se recuerda la tarde de la década del setenta que entró a New Style, clásica pilchería de la aldea. Llevaba la misión de abarrotar su ropero de trajes, camisas y corbatas, y estuvo media hora probándose todo lo que encontró a su paso. La siguiente media hora la demoró en un regateo sin igual contra Bernardo Perfetto, el propietario del comercio, para que le aflojara con el descuento. El hombre, quien, dicen, era un duro de aquéllos, se amparó en la calidad de la pilcha para reducirle apenas un módico cinco por ciento. Entonces Reyes Dávila archivó la idea de pagar al contado y sacó la chequera. Completó el cheque, lo dejó sobre el escritorio y cuando llegó a la puerta miró al patrón de la tienda y le estampó la frase que dejaría al otro paralizado contra el mostrador:
-Ahí te dejo el cheque -le dijo y remató-. Avisame si tiene fondos que me hago uno para mí.
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