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Viene un tipo que está por abrir un comercio y me pregunta
si -de onda- le sugiero algún nombre, habida cuenta de que trabajo con las
palabras o, mejor dicho, de la certidumbre narrativa que mantengo bien alto en
el mástil del lenguaje: todo empieza con el nombre, todo merece ser nombrado.
Le digo que no. Me pregunta, entonces, si acepto un pago, un
cheque o lo que sea. Que tiene que resolver el asunto en esta semana, primera
del año, pues sin la marca no tiene nada: ni el nombre del comercio, ni su
posterior circulación en el marketing y sobre todo a través de las redes
sociales. Le digo que el nombre, si me apuran, viene antes que todo eso. Antes,
incluso que el comercio mismo.
Vuelvo a rechazar el convite y le explico por qué. Una vez pasé por la vereda del Bar Golden y un tipo me llamó desde adentro. Era alguien que quise mucho: Kiko Daglio. En la mesa estaba el cantor de tangos Raúl Lavié y su esposa. Kiko me lo presentó, dijo que yo era un escritor de Tandil y que seguramente no tendría ningún problema, en aras de nuestra cordial relación, en aportar un nombre para el boliche que Lavié pensaba abrir en Tandil. El cantante ya venía de un sonoro fracaso a través de un emprendimiento gastronómico familiar (con deudas incluidas) y acababa de comprar el fondo de comercio del Bar Firpo. "Seguro que nos das una manito con el nombre", me dijo Kiko, y llamó al mozo, y me invitó al café, y a Kiko era muy difícil decirle que no. Además tampoco había que ser un genio de las palabras para encontrarle el nombre justo, ideal, de muchísima potencia comercial e identitaria, al nuevo emprendimiento de Lavié. Así que no pude negarme. El mozo dejó el pocillo sobre la mesa, abrí mi bolso, saqué el cuaderno y en una hoja escribí: "El Firpo de Lavié". El cantante me miró con una cara tan expresiva, que hasta le adiviné el pensamiento. "Ya sé, estás pensando cómo no se te ocurrió a vos. Bueno, no se te ocurrió a vos por la misma razón con que yo no puedo cantar Los mareados como lo cantás vos".
La cuestión es que el nombre -y tras el nombre su proyección comercial: la marca- lo resumía todo: la historia centenaria del bar de barrio más lindo del pueblo y el apellido de uno de los más grandes cantantes de tangos que dio nuestro país. Así nació "El Firpo de Lavié". Y ya sabemos cómo terminó -también dejando un tendal de deudas-, por malograr el nombre del negocio a manos de una propuesta comercial artística-gastronómica bastante descabellada y elitista para el bolsillo de los tandilenses.
Desde ese día traté de no volverme a involucrar con el
nombre de ningún nuevo negocio. Porque sé muy bien lo que significa: inversión,
sacrificio, riesgo, ahorros que se van, proyectos personales o familiares que
se juegan en medio de la anomia, de un país alérgico a las leyes, a las reglas
del juego, y con un mercado cada vez más inestable y cambiante donde nada dura
mucho y donde las formas de comercialización -el comercio electrónico, virtual-
amenazan con desbancar al tradicionalismo del comercio físico.
-Bueno, está bien -me dice el tipo que me había pedido un
nombre de fantasía para su inminente negocio.
-Me alegro que lo entiendas -le digo.
Estamos charlando bajo el sol impiadoso sobre la vereda de
Rodríguez, a mitad de cuadra entre Mitre y Sarmiento. De golpe veo dos
carteles. No sé desde cuándo están pero acabo de descubrirlos.
-Mirá -le digo-. Ahí tenés la prueba del acierto y del
error. Muy cerca uno del otro.
Le señalo el cartel donde aparece lo que es, en mi modesto
criterio, un hallazgo, sobre todo porque contiene "la belleza de lo
simple", citando a René Lavand.
El cartel del restaurante dice: "El
pretexto". Un gran nombre de fantasía que invoca eso que subyace
debajo del acto de ir a comer afuera: el encuentro, compartir un rato de
nuestras vidas con el otro. El
pretexto para ese acto dialógico y sentimental que excede largamente el lindo
hábito de comer en un restaurante.
Luego le señalo la esquina, ese lugar donde la memoria
retiene otros nombres ya difuntos, desde la zapatería "La Movediza",
el pub "María", el pub "Soda", y "Bar Tolomé".
Ahora no es más un bar. Es algo así como un almacén gourmet. Y lo bautizaron
con un nombre por lo menos estrafalario: "El
Brigadier". (¿¿!!)
-Qué nombre raro, tenés razón -dice el tipo. Y luego me comenta que va a abrir una ferretería. Le digo que el otro día entré a una que está sobre San Martín y se llama "El clavo". Jugando con la dialéctica, el nombre oscila entre su identidad ferretera y la denominación coloquial con que hasta no hace mucho tiempo le dábamos a quien nos dejó esperando algo que no llegará nunca. O, peor, a algo que compramos y que resultó, precisamente, un clavo.
Por eso también hay nombres que no se acercan en absoluto a la esencia del rubro. "El Cid", la ferretería del amigo Pablo Dotro, es un ejemplo, pues alude románticamente al Cid Campeador. Pero vuelve a la tierra del capitalismo competitivo con su formidable slogan: "Siempre más barato". Suelo creer que el slogan es el apellido del nombre de fantasía, y el pensamiento retórico de la marca.
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