Historias VOLVER
Habrá que ver, porque no lo sabemos, debido a que su
registro biográfico quedó perdido en la niebla de la historia, abducido en la
humareda de aquellas navidades y fiestas de los 70, qué fue de su vida. Habrá
que ver, en efecto, si todavía vive. Seguramente que sí, porque ya por entonces
despuntaba como esa clase de personas destinadas a joder a la gente con bromas
pesadas que nadie entendía.
Y por eso mismo también, para las fiestas, lo hacía
ruidosamente. Porque ya sabemos que hay festejos y festejos. O distintos modos
de celebrarlos. Para Beto todo tenía que venir con ruido, con explosión, con
desmesura acústica. Empezó de pibe llevando una caja de cohetes a la escuela.
Nadie sabía de dónde lo sacaba, tres meses antes de las fiestas, pero todo el
sentido de su existencia estaba en julepear al prójimo tirándole un cohete entre
las patas. En el barrio le tenían terror, mucho más que al Tosi Vedovelli.
Porque el Tosi era un buen pibe que a lo sumo andaba bajando palomas con el
matagatos en la Plaza Moreno. Eran esos años, los de la infancia, donde uno ya
sabe qué será de su vida. Y sobre todo, la desdicha que le espera. Porque son
decisiones que se toman sin saberlo. La elección es el matagatos del Tosi o un
libro de poemas de Gustavo Adolfo Bécquer. O el arsenal pirotécnico del Beto.
Desde chico, digamos, aunque no tengamos conciencia, sabemos que ya hemos
elegido un camino.
Del Beto nadie sabía demasiado como no fuera su marca de origen:
la madre era soltera. En los 70 esas cuestiones no parecían ser tan comunes. En
el barrio decían que la pobre mujer hacía lo que podía con el pequeño demonio
de su hijo. Era flaco, pálido, de ojitos verdosos y flequillo. Y todo lo que
había empezado lo había dejado. El club, la escuela y hasta la barra de amigos.
Para cuando principiaba octubre la plaza empezaba a temblar. Porque para el
Beto la única forma de felicidad que conocía estaba en la pólvora. Pasó de los
cohetes, en la primaria, a los petardos, que eran una cosa más seria, al menos
en la capacidad de perturbar los tímpanos. Además, la rusticidad de la época
jugaba a su favor: antes, para decirlo con cierta delicadeza, algunas cosas se
hacían un tanto más precariamente. Es cierto que una heladera o una radio
duraban toda la vida pues no existía el concepto cuna del capitalismo del siglo
XXI: que las cosas se rompan para que uno tenga que volver a comprarlas. Si uno
es una persona anti consumo está jodido igual, porque ya existe la defunción
programada de los aparatos.
Pero lo que quiero decir es que en el Tandil de los años
felices la pirotecnia era mucho más bestial, si el término expresa no sólo aquel
modo de uso, ciertamente masivo y con total desaprensión por los animales, sino
su propia concepción. Todo el mundo, en las fiestas, después de las doce,
tiraba una cañita voladora y tal vez aquellos festejos aparezcan en nuestra
memoria como postales idílicas por la sencilla razón de que estábamos todos
vivos. Éramos tan jóvenes que no teníamos pasado. Y, sobre todo, estaban vivos
nuestros padres. De modo que las cañitas voladoras que iluminaban el cielo
desde cada rincón del pueblo parecían el Apolo 11 trepando hasta la luna. Los
cohetes no eran granadas, aunque más vale que no te explotaran en la mano. Pero
a partir del petardo las cosas tomaban otro cariz, por decirlo así. Sonaban con
un estruendo corto y seco que te dejaban paradito donde estabas. El Beto era
experto en cómo tirarlos, para salir siempre ileso del acto, aunque su
verdadera y más temida especialidad eran los rompeportones, una suerte de
petardo full que eran su perdición.
Una noche de Año Nuevo el Beto tuvo la mala idea de clavarle
un rompeportones en el garaje de una vecina que se llamaba Margarita y vivía
sobre la Avenida Avellaneda. Adentro de un patio sin techo guardaba lo que por
entonces era un coche de vieja: un impecable Fiat 600. En el barrio nunca se
pusieron de acuerdo si fue un solo rompeportones o si mediante una obra de
ingeniería manual enhebrando un petardo con otro hasta llegar a la docena, el
Beto acometió el atentado que lo dejó en el recuerdo, algo así como cincuenta
años antes que Bombita Darín cumpliera el sueño de todos.
La pregunta que nadie pudo responder es: ¿por qué se la agarró contra esa pobre mujer que, según las comadres, no se metía con nadie y vivía doblada sobre la máquina de coser Singer aferrada a su estoica soltería? El Beto tenía esas cosas inexplicables. Y, sin exagerar, fue como si le hubiera clavado un cartucho de dinamita. Tras la explosión los petardos reventaron el portón que cayó contra la luneta del Fiat 600, en medio del estrépito y una nube de polvo, humo y vidrios rotos.
Fue la propia madre que lo llevó al Beto hasta el despacho de la seccional primera. El comisario Tumini todavía tenía un resto de pan dulce entre los dientes cuando le bajó el sermón para asustarlo, con la idea de que ese pendejo se cagara en las patas bajo amenaza de meterlo preso. Un fulgor en sus ojitos malévolos fue la única señal que recibió del pequeño salvaje. Al poco tiempo la madre y el hijo se fueron del barrio y para algunos de nosotros, con los años, las navidades y la noche de Año Nuevo se han ido convirtiendo en otra cosa.
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