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Sergio y las palmeras

Un día de hace algo así como quince años alguien lo vio vendiendo rosarios en la vereda de la calle San Martín y le dijo que se pusiera a cuidar la playa de estacionamiento, que él lo autorizaba a permanecer allí, en ese lugar que había corrido la suerte de todo espacio grande en el microcentro: o playa de estacionamiento o torre. Fue playa de estacionamiento y la topadora se llevó puesta los frentes de las casas antiguas y los patios con aljibe y la frondosa palmera que vaya a saber quién un día plantó en el corazón la manzana.

Desde ese entonces, Sergio se incorporó al paisaje. Resulta imposible para cualquier vecino que estaciona su automóvil en la playa de San Martín, entre Alem y 9 de Julio, no verlo: sería como no ver la estatua de Los Luchadores en la Plaza Independencia, o el granadero de San Martín en el Cerrito, o la fuente de Las Nereidas en la Diagonal que lleva al Parque. Nadie puede no verlo -aunque lo quisiera- porque Sergio habita la salida de la playa de estacionamiento, sentado en el reborde de cemento al lado de su canastita y su muleta.

-¿Para qué me va a sacar una foto, don? -le pregunta Sergio al cronista.

No está acostumbrado a ser parte de ninguna historia porque los personajes como él parecieran estar de más en la atmósfera impersonalmente híbrida de la posmodernidad. Encajaban mejor hace algo así como cincuenta años cuando nadie andaba caminando las veredas como un sujeto ahistórico. Cuando todo el mundo tenía un árbol genealógico reconocible desde el hijo, el padre y el abuelo. Y el que no lo tenía, porque la había olvidado, o porque había decidido hacer agua de su pasado, se lo inventaba.

-¿Quién soy yo? Un hombre chueco, con un brazo más corto que cobra una pensión graciable -dice Sergio, en una suerte de sinopsis autobiográfica surgida de una charla de ocasión. Como el diálogo que puede tener cualquier vecino que habla con él mientras espera el colectivo.

Pero detrás de esa presencia, como la de todos, hay un relato. Es decir, hay el devenir narrativo de una vida que asoma en primer plano como pintoresquismo local y no como sustancia. La trama de la existencia de Sergio, su sujeto histórico, es mucho más que ese hombre sin edad cuya silueta se dibuja como un rastro en la niebla, todos los días y todas las tardes de su vida sentado a la salida de una playa de estacionamiento de una cadena de hipermercados de origen francés, como la multinacional Renault, a donde ya no irán a comprar los obreros despedidos de la ya difunta Metalúrgica Tandil.

Hay veces que suelo pensar en la reencarnación. En cómo otras vidas se enlazan para perdurar a pesar de la biología, de la crueldad o el pragmatismo del hombre. Tiendo a creer que Sergio sigue estando allí porque de alguna forma conserva las raíces de aquella hermosa palmera destruida. Y que la palmera habla, como Sergio, que habla y vaticina cada minuto del cambio de época, es decir de cómo las playas de estacionamiento le fueron ganando a las palmeras y a los sitios míticos de una generación. (¿O no se convirtió en una playa de estacionamiento el arrasado inmueble del exCine Súper? ¿O no corrió la misma suerte el exCine Americano? ¿O acaso no intenta resistir con su espléndida dignidad el desmadre de una tormenta la palmera más extravagante y artística del pueblo, casi una instalación de la naturaleza, la cual se sostiene en el frente de la antigua casona de calle Paz, la cual ahora es símbolo de un centro cultural que lleva su nombre y que lucha por resistir los infortunios que sobre él cayeron?). Mientras tanto Sergio dice gracias por la moneda y saluda, cordial, al que entra y al que sale de la playa a bordo de su automóvil. Una playa que no conduce a ningún mar. Un mar que tenía una palmera como un faro en medio del agua. Como Sergio, un faro con su muleta, su pensión graciable, su historia aún no escrita.

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