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El sorongo del Beto

Ayer conté en mi Facebook la revelación de un secreto: descubrí cuál era con cierta certeza el perro del barrio que cada mañana venía a dejarme su escatológico regalo en un pedazo de vereda devorada por los yuyos. La historia, como suele ocurrir, se replicó en otra historia.

Un lector llamado Héctor, que leyó la breve remembranza mañanera, la cual sólo tenía por objeto contarles a los lectores un hecho mínimo de la vida cotidiana, derivó en la exhumación de un episodio de su biografía familiar, un hecho ocurrido, dijo, medio siglo atrás, con la presencia estelar de su padre, que era techista y se llamaba Beto, como protagonista de la historia. El otro personaje era un médico cirujano que vivía en la casa lindante.

A fin de poner en contexto el relato, debemos aclarar que en otros tiempos, en la galaxia del Tandil de los años felices, era una garantía tener un médico en la cuadra, o en la manzana del barrio. Corrían las épocas donde existía el médico a domicilio, salida laboral que sospecho se extinguió para siempre en la profesión de los galenos. Pero el asunto por esos años era tan común que hasta los pacientes compraban el bono domicilio, el cual, además, era más caro que el bono de consultorio. De modo que un médico en el barrio siempre era una buena noticia.

Otro dato de época se expresaba en los perros. No había (aclaración para las nuevas generaciones) perros de raza como el que descubrí ayer defecando en mi vereda, un lindísimo Golden Retriver. No. Ni Golden, ni el Fila brasilero, ni mucho menos un Pitbull, ni el caniche toy, ni nada de esas extravagancias que hoy son moneda corriente entre la genealogía canina. Antes, haciendo una síntesis, había dos clases de perros: el perro de la calle y el perro ovejero alemán, a quien también se lo conocía como el perro manto negro policía, o algo así. A lo sumo, compitiendo contra el noble ovejero, estaba el Doberman, siempre un poco más temible que el ovejero.

Bueno, el cirujano que vivía pegado a la casa del techista Beto tenía un ovejero. Y a pesar de que vivía en una casa chorizo, edificación clásica de ese tiempo, donde lo que abundaba era el espacioso patio verde de fondo, el médico cultivaba la pésima costumbre de sacar a su perro a primera hora de la mañana, para que hiciera sus necesidades... en la vereda de la casa de Beto. "Vereda es un decir, porque mi viejo recién había terminado de levantar la casa y faltaba un poco de dinero para hacer la vereda", recuerda Héctor. También evoca un detalle ciertamente inolvidable: el cirujano era comunista y había bautizado a su perro con el nombre del "Che". Un detalle de color nomás.

Lo demás ya podemos imaginarlo: fueron tres meses en que Beto padeció las formidables deposiciones del ovejero alemán, hasta que un día se plantó. Sin decir palabra, con una palita empezó a devolver los teresos del "Che" a su lugar de origen: la puerta cancel de la casa del cirujano. Era un movimiento rápido, certero y elocuente: de golpe la mujer del médico o sus hijos pequeños abrían la puerta y tropezaban con la fétida sorpresa. El médico, por su parte, no se dio por aludido y siguió dejando que el "Che" cumpliera con su dinámica digestiva en la vereda del vecino. Eso es lo más extraño: que la devolución de las tremebundas deposiciones del perro no cambiara el mal hábito del cirujano. Era a todas luces una falta de respeto, en un momento histórico donde en el barrio había códigos inconmovibles para la convivencia.

"Hasta que un día mi viejo se hartó", cuenta Héctor. Y lo que hizo, entonces, canceló para siempre la desagradable visita del "Che" entre los yuyos de su vereda. Eligió una fecha cara a la tradición de los galenos, el día del médico. Tocó el timbre en la casa del cirujano y cuando salió la esposa, la saludó cortésmente y le entregó una caja de Zapatos Alteza forrada en papel de regalo. "Es para su marido de parte de nuestra familia. Dígale que disfrute su día", dijo Beto y volvió a su casa silbando bajito.

Famosamente, esa caja se convirtió en leyenda por lo que contenía en su interior, a tal punto que el relato fue pasando del padre al hijo y del hijo al nieto -en el recorrido de cincuenta años, a tono con la tradición oral, es decir de casa en casa a lo largo y a lo ancho de toda esa populosa barriada- y es hasta el día de hoy que en el barrio donde refiero este episodio, cuando un perro defeca en la vereda del vecino, las viejas comadres anuncian que el mal educado dueño del perrito se merecería recibir "el sorongo del Beto".

Foto ilustrativa.

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