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Volver al baile de cada día

De a poco, como una puerta que se cierra por un viento leve, la vida parece que empieza a ser lo que era hasta marzo de 2020. La pandemia está lejos de ser un mal recuerdo, pero cada día la vemos un poco más atrás en el espejo retrovisor. Sin embargo, tiendo a creer que la sombra perenne de la devastación que produjo nos acompañará un buen tiempo.

Era Borges el que enunció los atributos del olvido: dijo algo así como ningún ser humano puede acarrear el castigo de recordarlo todo. Que el olvido vendría a ser como un bálsamo. Y le agradeció su existencia.

Es probable que el viejo tuviera razón. Dolina le inventó una bebida a esta cuestión intrínseca de la especie: la llamó el Licor del Olvido. Necesitamos, en síntesis, olvidar. Y lo que no podemos hacer conscientemente, racionalmente, la psique o lo que fuera lo hará por las suyas.

Lentamente la ciudad vuelve a ser lo que era, aunque en este mismo párrafo haya una contradicción de base: nada nunca será igual después de la pandemia. Para nadie. Y mucho menos para quienes tuvieron la desgracia de perder un familiar. El coronavirus se clavó en el pecho de la peor tragedia ocurrida en estos pagos, la peor de la historia. Cuando el número de muertes pasó los 400 no quise mirar más. Pero si no hay -y esperemos que no- ninguna variante que vuelva para demolernos con otro mazazo y la inmunidad de rebaño, de la cual pareciera que estamos cerca, funciona, las muertes cesarán, como ya de hecho ya está ocurriendo con una baja muy importante de casos y de fallecimientos.

Mientras tanto, como asomando la cabeza desde un pozo después de un bombardeo, con aprehensión y pánico, los tandilenses empezamos a salir de la ominosa niebla de la desgracia, de las pérdidas, del cambio de costumbres, del quiebre de los abrazos, del desangelado streaming, los hartantes zooms, los proyectos rotos, los cierres, las aperturas, los nuevos cierres, los hisopados y la detención súbita de toda sociabilidad entre propios y extraños. Queda, como un resabio de las bombas y las esquirlas de las granadas que todavía flotan en el aire, el uso del barbijo al aire libre. Hay muchos (me incluyo) que todavía lo llevamos a cielo abierto, como si ya formara parte de nuestro atuendo, o se hubiera convertido en un órgano más del cuerpo, como un grano, el yeso tras una fractura, los lentes para ver de cerca, o de lejos, según el grado del declive. El barbijo todavía está, aunque también un día quedará allí, colgado como un trapo sobreviviente de una peste remota, en el museo de las cosas inútiles que cada uno de nosotros tiene en su casa.

De a poco, entonces, volvemos a ser lo que éramos. Los hinchas en la cancha, el público en el teatro y en los recitales, la gente en su trabajo (para demostrar que con el famoso teletrabajo que tanto se ha elogiado lo único que hace el sistema es hacer trabajar más a sus trabajadores, y cargarle encima el costo de su logística). Hace apenas unos días los que gustan del baile pudieron bailar. Volvemos a bailar, pues, la absurda, bella y ominipresente tragicomedia de la vida. Hay que seguir para adelante, hay que bailar aunque la más linda te diga que no, aunque nunca te redimas de tu condición de patadura, aunque nadie te de bola. Bailar solo, si esa te toca, en medio de una pista de arena movediza. Hay que bailar el baile de la gambeta los que tuvimos la inmensa dicha de eludir a la parca del murciélago chino y seguir compartiendo las calles de la ciudad con nuestros vecinos.

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