Artículos VOLVER
Ayer un lector me recordó un episodio del que no puedo enorgullecerme, pero tampoco avergonzarme. Ocurrió en el exacto momento en que murieron las palabras. Y tras la evocación, que pasaré a contar líneas abajo, tropecé con la lectura de una entrevista al escritor Martín Kohan, donde hablando de la violencia de la época, sobre todo la que transcurre en las redes sociales y en los comentarios de los portales, trajo a colación un debate intenso entre escritores y literatura con un final de estrépito que tuvo -cuándo no- a David Viñas en el centro de la historia. Contó Martín:
"Las
nuevas tecnologías y las redes muestran la frustración de la gente. Sobra
agresividad y falta polémica. Si hay un debate que se puso álgido y estás
discutiendo estéticas y subís el tono, me parece bien. Se contaba que David
Viñas le pegó, en una mesa redonda, un jarronazo a Murena, un hombre de Sur.
Solo quería echarle agua, pero como la jarra estaba vacía, se la partió en la
cabeza para no quedar como un boludo".
Hace algo así como quince años fui
integrante de una mesa de café donde lo que propendía, según mi criterio un
tanto insurgente de entonces, era cierto pechofreismo, aunque en verdad era
otro momento en la vida de cada uno de nosotros, los integrantes de esa mesa,
donde había un poco de todo, políticamente hablando. Ese en el fondo no era el
tema, puesto que si algo nunca rehuí y sobre todo estimulé era la polémica, el
debate de ideas. La cuestión era que algunos miembros de esa mesa ya habían
decidido jubilar sus propias expectativas sobre la vida (es decir, sobre la vida
de ellos), para poner toda su atención en las peripecias de los que todavía
creíamos que a la vida había que honrarla en la acción, aún a costa de ciertas
desmesuras propias de la inexperiencia o del carácter, por decirlo así.
Yo entonces escribía con una granada en cada mano y tenía algunas razones para el enojo (mi madre estaba viva y recibía inmerecidos insultos por ciertas actitudes o cosas que yo defendía como si fuera el último soldado de una patrulla perdida, con ese mismo fervor y tan elocuente estupidez). Eso puedo decirlo ahora, digamos con el diario del lunes, y cuando pocas cosas, en concreto mis afectos y la literatura, es lo que mantengo como creencia y apego. Pero bueno, hace quince años andaba de batalla en batalla por cuestiones en las que hoy no dispararía ni un tiro con un revólver de cebita. Esta confrontación con algunas cuestiones y personajes (por ejemplo, estaba muy enfrentado con Néstor Auza, hasta que muchos años después Néstor me llamó a través de Osvaldo Maestrojuán, me invitó a dar una charla en el sindicato de los empleados No Docentes sobre periodismo y poder y al presentarme aceptó que el apodo que le había puesto -"Yoismo" Auza, por su narcisismo político- era correcto, y yo de paso acepté que había escrito ciertas cosas por lo menos excesivas de él), en fin, todo este mejunje donde se mezclaba la política, el poder, el periodismo, habían convertido a mi vida en un frenesí de adrenalina insoportable. Ese frenesí terminaba para mí a las siete de la tarde, donde cada día aterrizaba en La Mesa de los Tibios, que tenía lugar en el bar de la Uni, y que era frecuentada, entre otros amigos, por el siempre recordado y querido Frank Lester.
Entre los que se sentaban en torno a esa mesa había un tipo que, habiendo renunciado a su vida, vivía intensamente la vida de los otros. Es decir, había tocado las cumbres de la más absoluta mediocridad. Y yo me había convertido en el personaje pintoresco, en el centro de las charlas no por la literatura, ni por los libros, ni por las historias que escribía, sino debido a esa pulsión por el entrevero de las polémicas en las que solito me hundía. Al tipo en cuestión le avisé varias veces (no menos de tres veces) que si seguía insistiendo metiéndose con mi vida, iba a pasar de la palabra a los hechos. Concretamente, le dije, te voy a vaciar este vaso de soda en la cabeza. Hubo risas entre los parroquianos de la mesa, aunque uno de ellos que me conocía muy bien (el también siempre recordado y querido Aníbal Tuculet) percibió que hablaba en serio. Cinco minutos después el tipo volvió a mojarme la oreja y ahí se terminó todo. El vaso era grande, un cilindro alto, rectangular, repleto de soda. Y se lo vacié enterito sobre la cabeza, y un torrente de soda bajó por su camisa y le enchastró los pantalones. El que avisa no traiciona, le dije, me levanté y me fui, aunque antes de irme también me disculpé por el exabrupto. Me hubiera gustado, al momento de emular a Viñas, que la discusión hubiera sido por un tema más interesante, pero así se dio y si bien no puedo sentir orgullo por algo así, tampoco me arrepiento, tal como no se arrepintió mi padre el día que un desubicado le dijo un piropo a mí madre, él lo escuchó, y le hizo pedirle perdón de rodillas. La cuestión, seguramente, no era para tanto, pero hay un momento donde las palabras sobran, carecen de sentido o se mueren. A ciertas mesas de café suele pasarles lo mismo. Después de aquel episodio, la Mesa de los Tibios entró en agonía hasta que finalmente se perdió para siempre.
Fotografía: Mesa La Rosca, del Bar La Vereda.
APORTA TU PENSAMIENTO
Los comentarios publicados son de exclusiva responsabilidad de sus autores y las consecuencias derivadas de ellos pueden ser pasibles de sanciones legales.