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¿Se puede evitar el viejochotismo?

Rollizo, encorvado, el barbijo torcido, espera su turno en la puerta de la avícola. No lo hace pasivamente: despotrica. El malhumor parece acecharlo desde la cuna, pero vaya uno a saber. Ese hombre ya debiera estar acostumbrado a los protocolos de la pandemia, pero no: el tipo refunfuña. No quiere esperar, le molesta chupar frío en la vereda por una pata muslo de Los Pinos. Una lectora (qué bueno es encontrar lectores en los apacibles laberintos de la vida cotidiana) se acerca, cómplice, a mi oído, y lo que me pregunta resonará durante un buen rato, hasta que me siente a escribir este artículo.

"¿Será el viejochotismo algo propio de la edad? ¿O los tipos después de los 50 son esto y nada más que esto?", indaga. La lectora debe andar por esa edad, pero no parece afectada de los síntomas constitutivos de la patología en cuestión. Tengo para mí que su pregunta va más allá, que deriva hacia cierta cosa existencial: tal vez esté casada, lo más probable, con un varón que dobló la inquietante curva de los cincuenta o derrrapó en la terrible chicana de los sesenta. La biología no miente, está ahí, en el botiquín-farmacia de cada hogar acechado por la artrosis, el insomnio, el reuma, las prótesis dentales, la hipertensión y -fatalmente- la nostalgia. Pero, sobre todo, en la cabeza, en la idiosincrasia mental. Para colmo si algo faltaba era la pandemia que saca la peor de cada uno.

Pero el asunto trasciende al coronavirus. La mujer quiere saber si ese ser rollizo y nervioso que masculla entre dientes imprecaciones varias, a quien todavía la vida no parece haberlo jubilado del todo pero denota un espíritu propio del que ha entregado las mejores banderas a manos del rencor, quiero decir las banderas del asombro, de la belleza, de cierta magia, de creer, contra todas las pruebas, que algo distinto habrá de ocurrirle mañana, en fin, la lectora quiere saber si todos los hombres son así. Su pregunta en la puerta de la avícola alude al género, cuestión imposible de discernir habida cuenta de que cada persona, hombre o mujer, es un mundo en sí mismo, aunque el viejochotismo resulta lo más parecido a una ideología, es decir una doctrina en la que se cree y a la que se llega al unísono del declive físico, donde la sombra truculenta del padre se replica en frases lamentables que se incrustaron para siempre en los oídos de los hijos ("No dejen la luz prendida, ¿o se creen que soy el dueño de la Usina?"), una cosmovisión que ha esperado toda la vida la oportunidad de la venganza: porque así como es cierto que todos llevamos un viejo adentro, el viejo choto es una identidad filosófica, es el resultado de lo que nunca más podrá ser: un hombre poseído por la maravillosa juventud, con todos los dones que implica ser joven.

-¿Entonces? -me pregunta la lectora.

Entonces, supongo, la única manera de presentarle batalla a esa decadencia donde prevalecen el culto por las verdades fáciles, los lugares comunes, la pasión onanista por la nostalgia, la derrota de cualquier forma de idealismo, la resignación y el severo berrinche, como el berrinche que el viejo choto expresa con su disgusto en la puerta de la avícola, la única forma para alejar esos fantasmas ominosos, esa decadencia patética, es 1) cuidar mucho la carrocería, el físico que nos va quedando y 2) tener proyectos, hacer funcionar la croqueta y entender que después de los 50 y los 60 hay que reinventar una nueva vitalidad, para lo cual hace falta mucha risa y, en lo posible, buena compañía (cuestión no excluyente dado que se puede estar solo sin ningún problema).

Ayer otra lectora joven (tiene 42) me preguntó cuántos años iba a cumplir. "Sesenta", le dije. "Un horror", agregué. A lo que me contestó: "Un horror es la otitis". Le dolían los oídos y esa era su idea del espanto. Como siempre, cada uno observa las cosas desde su punto de vista. Atento a esta cuestión, desde mi punto de vista el viejochotismo es una patología evitable. Para esquivarla se requiere de una primera actitud de índole fundamental: la de estar atentos, la de reírnos mucho, la de no perder la curiosidad de los simple, lo atroz y lo bello de la vida, a sabiendas, como solía decir cerrando el programa de radio durante tantos años, que lo único irremediable es la muerte.

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