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¿Quién era Dipi?

Ayer una abogada amiga, que ha venido siguiendo los posteos sobre el libro que escribí acerca de Jorge Dipi Di Paola me preguntó quién era Dipi. Un interrogante tan válido para quienes no habitaron ni su época ni su constelación de ideas, libros y relaciones. Murió en 2007, dejó máximas y anécdotas memorables, nos enseñó a leer a todos los que fuimos sus amigos. Y a catorce años de su partida hay por lo menos una generación y media de vecinos que no lo conocieron.

Dipi fue un escritor genial, poco prolífico, que el lugar común entendería bajo la forma de niño prodigio, sentencia a la que él desafió con una personalidad eléctrica que finalmente terminó de modelarlo, para bien y para mal. Escribió sólo cuatro libros y descolló en el cuento. El relato breve era ideal para su prosa, su manera de escribir que era su forma de respirar y de ver el mundo. Nació en la Navidad de 1940 y a los dieciséis años en la Biblioteca Rivadavia leyó un libro que don Amador Isasa, el legendario bibliotecario, había comprado en una mesa de saldos en Buenos Aires: el "Ferdydurke", de Witold Gombrowicz, un escritor polaco del que poco y nada se sabía en Argentina -salvo en los ambientes literarios de culto porteños- y mucho menos en Tandil. Porque la vida es un rulo azaroso, tres meses después de leer ese libro Dipi, en 1957, se encontró con Gombrowicz en una mesa de la confitería Rex. Algo así como tropezar con Kafka en el Bar Tito. El polaco, asombrado y emocionado, descubrió que tenía un par de lectores (Dipi y Vilela) en "la pampa salvaje". Gombro, que había llegado a Tandil en busca de su mito más taquillero, el aire puro para sanar sus bronquios de una gripe asiática, marcó la vida de Dipi, fue su maestro y en cierto modo parte de esa tutela intelectual le habría de jugar en contra. Difícil pretender escribir siendo el hijo de Borges y aún así remar por construir un estilo propio. Dipi finalmente lo logró y es, sin dudas, el mejor escritor que dio la historia de nuestra ciudad.

Pero también, le comenté a María José, está el Jorge Di Paola que la mayoría que lo conoció recuerda: el personaje jodón, transgresor, incapaz de fanatizarse con algo, siempre con la risa burlona, el que tomaba whisky a las diez de la mañana en los bares, el que pasó de ser un intelectual brillante en su mediana edad (a los 40 y pico) cuando regresó a Tandil tras la muerte de su padre, a tener un final muy doloroso, con momentos extremos y rozando la indigencia. Lo ayudaron los amigos, su última novia Milede, la casa de puertas abiertas que encontró en el hostel del Chango Gutíerrez, su amigo incondicional y con quien hizo un programa en Radio Tandil. Se divirtió como pocos, pidió que su literatura no fuera leída en las escuelas y fue multifacético y plástico en sus saberes: desde sus célebres varitas mágicas, el aeromodelismo, la fotografía y sus lecturas de astronomía y física, más allá de haber leído todo lo que había que leer.

Un día, mientras presentaba un libro en la exSala Elena C, anunció su candidatura a intendente. La postulación duró algo así como diez minutos. Llegó a la conclusión de que solo un mago podía conducir los destinos de esta ciudad. Fue famoso por sus descomunales rabietas y pasó buena parte de la década del 90 entre bares y presentaciones artísticas e instalaciones de vanguardia. Fue, hay que decirlo, el primer y hasta ahora único escritor performático que dio Tandil. Era un conferencista que podía hablar durante horas (su última charla en el Museo de Bellas Artes duró ocho horas) o diez minutos. Su novela "Minga!" partió de una tragedia: una teja arrancada por un temporal degolló a José Curú en una playa de Ipanema. Ese personaje era en verdad José Curuchet y buena parte de sus cuentos de "La virginidad es un tigre de papel" tiene como zona de relato a la ciudad, algún pasaje campero (como La Pastora) y unos cuantos vecinos camuflados en la piel de sus personajes.

Como el tiempo pasó y Dipi se negó sistemáticamente a los conjeturales beneficios de la posteridad, es cierto que mucha gente no sabe quién es. Hoy, en medio de la era del vacío líquido al que solemos dar el nombre de posmodernidad, Dipi sería prácticamente un anticlímax, un tipo fuera de escala. Su bastón, su humor irreverente, su libre albedrío, su andar lento, achacoso, su intransigencia con los lugares comunes y la hipocresía del poder, su saco raído, su intelecto fulgurante, el fervor que despertaba en los pibes, su alergia a toda forma de postura políticamente correcta, serían algo insoportable para el pensamiento oficial del mundo y lo harían un extraño en su propio pueblo. Un mural lo evoca, con una cita de un poema suyo, en el demolido bar donde compartimos la mesa durante veinte años. Un derrame cerebral lo arrancó de este mundo a los 66 años, o para decirlo en palabras de su amiga Kiwi Sainz, le permitió huir hacia adelante, hacia su nueva juventud.

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